Tal y como estaban las cosas, el Madrid necesitaba esto: una
victoria, un título, un trance heroico, una emoción fuerte para
olvidar, por unas horas, por unos días o para siempre, los dos
desastres de este verano: Cristiano Ronaldo, que no vino, y Robinho,
que quiere irse. El papel de ambos lo hizo Robben, que en la segunda
parte, la de la redención del Madrid, se hizo cargo de la situación,
desbordó una y otra vez, pasó, remató y levantó al equipo, que estaba
casi postrado. Con Van der Vaart expulsado, Guti insoportable, Raúl
confuso e Iturralde desatado, el Madrid estuvo a merced de la situación.
Pero remontó por casta, por ganas, por necesidad. El Valencia jugó
su partido a un ritmo monocorde, que le sirvió mientras el del Madrid
lo marcaba Guti, pero que le dejó atrás cuando fue Robben el que puso
la marcha. Este Valencia va para buen equipo, pero tiene un portero
poco fiable y cierta falta de ambición. Vio las cosas demasiado
fáciles, esperó que el tiempo corriera a su favor y se lo llevó la
corriente. El Madrid no tiene un juego muy fluido, menos aún sin
Sneijder ni Van der Vaart, pero tiene energía, compromiso interno, y
una conexión con el Bernabéu que en trances desesperados funciona.
Eso le permitió levantar una Copa. Un trofeo oficial, el menor de
los que se conceden aquí, sí, pero que en las circunstancias en que lo
ha ganado el Madrid tiene un valor. Porque ganó con nueve, por los
desplantes que le han hecho Cristiano y Robinho, porque la reserva (De
la Red e Higuaín) hizo los goles decisivos, porque el Bernabéu
disfrutó. Y porque a Robinho le tocó verlo desde el fondo del
banquillo, y desde ahí pudo meditar seriamente si desea aceptar el
desafío de disputarle un puesto a Robben o no. Si se queda, el premio
son este Madrid y este Bernabéu. Pero entiendo que Robben le dé miedo.